Congreso Nacional de Filosofía – Ponencia de Rivera y Agüero.
El Congreso Nacional de Filosofía, comenzó el miércoles 03 de abril y se extendió hasta el pasado sábado 06 en la Universidad Nacional de Lanús. Dicho evento se desarrolló tanto en clave conmemorativa del Primer Congreso Nacional de Filosofía -celebrado hace 70 años en la ciudad de Mendoza-, así como un espacio-puente para la reflexión en torno de los temas y problemas que tanto 1949 como hoy, gravitan sobre la realidad Argentina y latinoamericana.
Compartimos la Ponencia de Silvia Rivera (coordinadora de la RECyT y docente UBA-UNLa) y Lucas Aguero (UNLa) en la Mesa Filosofía y Ética de la ciencia.

Título Ponencia: La bioética y el desafío de la interculturalidad
Autores: Silvia Rivera y Lucas Agüero
Institución: Universidad Nacional de Lanús
País: Argentina
Sesión: Filosofía y ética de la ciencia
La bioética se encuentra hoy en una encrucijada. En su apuesta de máxima, la bioética se presenta como teoría y práctica de la deliberación y la participación democrática a la hora de socializar las decisiones que se toman en el campo de la atención de la salud y de la investigación biomédica. Sin duda alguna, atentan contra esta apuesta de máxima algunos desvíos –y junto con ellos también algunas postergaciones- que suelen aquejar a la bioética ya sea en su aspecto teórico, ya en tanto se despliega como práctica en marcos institucionales específicos. Consideramos que tales desvíos y postergaciones, que reducen a la bioética a un procedimiento de regulación de conflictos, se fundan en la elección de una tradición de pensamiento como única clave de abordaje de las cuestiones a trabajar. Pero lo importante es destacar que tal elección no es ingenua o casual, sino constitutiva de un saber que emerge en los años setenta en los Estados Unidos de Norteamérica investido de una franca voluntad normalizadora. Es decir que la bioética, en su versión estándar o hegemónica, funciona como estrategia de control biopolítico.
Esta es la tesis central que proponemos en este trabajo. La bioética nace concebida como mecanismo de control biopolítico. Consideramos posible, sin embargo, revertir esta tendencia, resignificando el concepto y potenciando su capacidad inclusiva y emancipadora que se sustente en lo que Boaventura de Souza Santos llama una “ecología de los saberes”.[1] Está claro que la citada resignificación requiere, en primer lugar, una franca voluntad política de apertura e inclusión: la voluntad de compartir la palabra y también el poder, de modo efectivo y no meramente declamado. En segundo lugar requiere una tarea crítica radical, dado que existe una “concepción heredada” –que en el párrafo anterior llamamos “estándar o hegemónica- en bioética. Es heredada porque, de modo análogo a lo que acontece en el campo epistemológico, nos precede siempre.[2] Ya está ahí cuando decidimos iniciar la reflexión, consolidada por instituciones y referentes que la respaldan con becas, subsidios y publicaciones, al punto que toda crítica necesariamente la presupone. Pero esta bioética heredada, puede y debe ser revisada en sus alcances, límites y aún complicidades para avanzar en un proyecto emancipatorio que transforme a un tiempo prácticas y conceptos, subvirtiendo el modo hegemónico de gestión del saber. Es decir que la resignificación que alentamos requiere, en tercer lugar, una reconstrucción reflexiva e inclusiva de saberes y sujetos liberados de las exclusiones que la tradición moderna de arraigo griego impone a través de mecanismos de control y disciplinamiento tanto de la producción, como de la circulación y recepción de los discursos.[3] Debe quedar claro que los tres momentos son necesarios, aún imprescindibles: el deseo intelectual no alcanza en este caso si no va acompañado de una clara decisión política transformadora. Por otra parte, la tarea deconstructiva de la tradición hegemónica permite visualizar límites e iniciar el camino de la reconstrucción pragmática,[4] previniéndonos de los riesgos que acechan a cierto posmodernismo celebratorio que se clausura en el momento crítico. Si bien aquí nos centraremos en la etapa de la crítica, avanzaremos posibilidades para la transformación de prácticas y conceptos tomando haciendo del ejercicio intercultural el eje de la propuesta.
Es decir que la bioética en su versión heredada no logra esconder una franca vocación normalizadora de saberes, discursos; también normalización de sujetos, a través de la implementación de mecanismos de control biopolítico que disciplinan el cuerpo, la palabra y el pensamiento en un movimiento único pero contundente. Se trata de un movimiento que nos rodea y envuelve en la ilusión de que algo importante acontece cuando la retórica apela de modo recurrente a frases nominales tales como “muerte digna”, “calidad de vida”, “justicia distributiva” y aún “derechos humanos”.[5] Se trata de frases nominales que crean la sensación de que algo solemne acontece con su mera enunciación, aunque nadie se haya ocupado de explicitar no sólo el significado sino muy especialmente el uso de tales conceptos. Porque además, si le creemos a Wittgenstein, ambos –significado y uso- resultan inescindibles.[6] O mejor aún: es el uso social el que determina el significado para cáscaras vacías que nada dicen sin referencia a la comunidad que los inviste de sentido en el proceso de su utilización.
Nacida en la década de los 70 en los Estados Unidos, la bioética heredada se desarrolla en nuestro país a partir de los años 90 -con la creación de los primero Comités de Ética en Hospitales pediátricos y generales tales como el Hospital Garrahan, el Hospital Pediátrico Notti de Mendoza y el Hospital Oncológico de Gonnet- muestra ya con claridad los límites que le imponen sus propios supuestos. Entre sus supuestos destacamos un cientificismo de base, con frecuencia escasa o nulamente percibido, que compromete la posibilidad de una reflexión radical en torno a los valores que atraviesan el conocimiento científico en todas las etapas de su desarrollo, tanto desde la formación de investigadores hasta la comunicación y aplicación de los desarrollos tecnológicos. El cientificismo considera a la ciencia como conocimiento verdadero, universal y neutral, al menos en su momento teórico o puro, desconociendo sistemáticamente sus condiciones materiales de producción. En franca consonancia estructural con tal cientificismo se encuentra la prioridad que la bioética heredada otorga a un modelo ético de corte deontológico, que distribuye derechos y deberes a sujetos deslocalizados, deshistorizados, meros sujetos de derechos. Derechos “humanos” ahora impulsados por organismos internacionales como la UNESCO, para que nadie se confunda acerca de quienes se adjudican el derecho de encarnar lo universal. Esa humanidad que es necesario declamar en especial cuando las prácticas cotidianas lo ponen en cuestión. Ambos, cientificismo y deontología, comparten rasgos de abstracción y formalismo por lo cual devienen propuestas fácilmente universalizables, al tiempo que hacen de la categoría de “aplicación” uno de los ejes de sus respectivos programas. De este modo, es ya un clásico de la bioética apelar a principios fundamentales que se complementan con reglas para su aplicación a situaciones particulares.
La semejanza estructural entre el cientificismo epistemológico y la deontología ética estructural mantiene, y aún refuerza, el esquema de la tradicional distinción teoría/praxis, junto con la afirmación de la superioridad de la primera, que corresponde al modelo jerárquico de origen griego acorde a una sociedad dividida en clases, donde la clase productiva resultaba despreciada por quienes se dedicaban al campo intelectual comprendido como contemplación de ideas y principios. Tanto el cientificismo epistemológico como la deontología ética en su complicidad recíproca, implementan – través del recurso a la “aplicación”- una suerte de bajada controlada de la teoría a la praxis, guiada por reglas que son administradas por expertos cuando se trata de regular conflictos propios del campo de las ciencias de biomédicas en un sentido estricto, pero también de las ciencias en su totalidad, dado que la vida a la que alude el “bios” es vida formada, “fomas de vida” sociales e históricas y por lo tanto remiten no sólo a las ciencias biomédicas, sino también a las sociales y humanas.
A la hora de explorar complicidades, advertimos la vocación elitista de tal modelo, dado que se sustenta en la sistemática desvalorización -y hasta desprecio- de otros saberes, aquellos producidos por seres históricos, que reivindican la especificidad de su particular forma de vida. El carácter reduccionista de la bioética de corte cientificista y deontológico se hace manifiesto en tanto sólo considera “ciencia” al producto intelectual de una determinada tradición cultural: la tradición eurocéntrica caracterizada por su marcado individualismo, su racionalismo formal y su sesgo androcéntrico. A partir de aquí, la bioética manifiesta una injusticia de base, en tanto erige la moralidad de un grupo de poder en parámetro de juicio para todos, a punto tal que la diversidad sólo entra en su campo de reflexión como posible objeto de consideración a la hora de regular conflictos. Pero, en modo alguno, el otro cultural es considerado sujeto con derecho pleno de participar en un diálogo abierto e inclusivo de otras perspectivas. Es por esto que consideramos a un efectivo encuentro intercultural como importante desafío para la bioética “estándar” o “heredada”, porque en primer lugar la obliga a revisar sus propios supuestos. En segundo lugar, la impulsa a reconfigurar su identidad, fortaleciéndose en la materialidad de las prácticas e incluyendo la perspectiva biopolítica y axiológica como determinantes a la hora de revisar los procesos de producción de saberes en todas sus etapas y en sus reenvíos recíprocos.
Ocurre sin embargo que los desvíos y postergaciones que afectan a la bioética en su nivel teórico sesgan su perfil de ejercicio institucional. Señalamos entonces, en primer lugar, la burocratización excesiva, paralizante, perversa de los Comités de Ética. Se trata de una burocratización que empobrece la comprensión y la acción, en tanto mediatiza con postergaciones infinitas la posibilidad de las personas de devenir actores, en tanto quedan aprisionados de una cadena de representaciones que los demoran y los alejan de la participación efectiva, mientras otros se autoadjudican la capacidad de hablar por ellos, de expresar sus convicciones sobre la vida y la muerte, la salud y la enfermedad, entre otras cuestiones fundamentales porque invisten de sentido la existencia. Se impone así un conocido “expertismo” que con frecuencia legitima a los máximos exponentes -académicos, políticos o ambos- de la bioética. Expertos en bioética, que para reforzar su capacidad “representacional” recurren en ocasiones a gentilicios con el objetivo de remarcar un supuesto arraigo regional o local. Por ejemplo “Bioética latinoamericana”. Pero ¿qué significa esto? Acaso que se ha incluido a representantes de otras culturas a la hora de diseñar este dominio de saber? O significa simplemente que serán invitados ocasionalmente a un espacio ajeno -espacio de hospitalario, de disciplinamiento de cuerpos y de subjetividades- cuando se trata de dirimir algún tipo de conflicto que involucra directamente a miembros de otras etnias o grupos indígenas?[7] Bioética Latinoamericana. Esto puede significar también un esfuerzo por adaptar el discurso de la bioética heredada a las particulares circunstancias de los países periféricos, pero siempre en función de la lógica de los países centrales, es decir, legitimando todavía, y desde la diversidad, un “universal” que resulta claramente expresión de la ideología de quienes detentan el poder.[8]
Llegados a este punto, creemos oportuno traer a escena la exhortación del pensador portugués Boaventura de Sousa Santos que nos invita a la realización teórico-práctica de una “ecología de los saberes”.[9] Bajo el presupuesto de que todo intercambio social genera saberes y que sus protagonistas exceden el estrecho margen de la comunidad experta, de Sousa Santos invita al diálogo a todos aquellos cuyas voces son acalladas por el orden científico, ético y político hegemónico, no para integrarlos a él en un acto de supuesta “tolerancia democrática” sino para explorar otros modos de incidir en las formas de vida, preguntando a cada paso qué vale la pena conocer y que merece ser olvidado. Porque para la ecología de los saberes la ignorancia u olvido no es sólo un estadio inicial a ser superado, ya que en función de sus implicancias prácticas algunos saberes requieren ser “desaprendidos”.
Está claro que no estamos hablando aquí de una utópica redestribución del conocimiento científico, ya que éste sólo funciona sobre la base de exclusiones. Ese saber que denominamos científico tiene límites irredimibles en relación con los tipos de intervenciones sociales que promueve, y que sin duda se orientan más a la regulación que a la emancipación. “Regular” es la palabra que con mayor frecuencia se escucha en organismos de gobierno a la hora de legislar sobre innovaciones tecnológicas. Regular las injusticias y desigualdades que en cada caso las sostienen, eligiendo así no atender a posibles acciones destinadas a revertirlas, dado que cualquier daño, crisis o aún catástrofe que la ciencia ocasiona, si no logran se ocultadas resultan finalmente aceptadas como costo social inevitable que podrá ser superado o compensado con más investigación científica.
Por el contrario, la ecología de los saberes se enfrenta a la vocación de “regulación” del conocimiento monopólico, proclamándose decididamente por la emancipación, en tanto posibilidad efectiva de incidir en las relaciones concretas entre conocimientos y también en las jerarquías y poderes que se generan entre ellos. No se trata, pues, de alentar un mero relativismo o una pretendida horizontalidad de los saberes. Aquello que la ecología de los saberes desafía son las jerarquías universales y abstractas y los poderes que a través de ellas resultan naturalizados, escatimándose a la revisión y a la crítica. Porque está claro que, una vez desaprendidas las jerarquías abstractas, vemos emerger jerarquías concretas a partir de criterios de validación ético-políticos de saberes que, en franca oposición a la erudición y el formalismo, se organizan en torno a registros prácticos y a criterios materiales. Saberes pasibles de ser jerarquizados a partir de las intervenciones en el mundo que habilitan y que se enfrentan a otras posibles con las que deben ser cotejadas. Tal como afirma de Sousa Santos, la prevalencia de juicios cognitivos en la construcción de prácticas concretas de conocimiento no es una condición originaria., dado que ellas derivan de un contexto previo de decisiones sobre la construcción de la realidad que son de carácter ético-político.[10]
La pregunta es ¿estamos realmente dispuestos a enfrentar este desafío? La bioética es un saber que se define por su impronta interdisciplinaria. Esto es un lugar común en los manuales, pero no es tan común en la práctica cotidiana de los Comités de Ética. A esta primera dificultad se suma ahora otra. Porque la cuestión es dar un paso más allá: no sólo hacia la interdisciplina sino hacia la inteculturalidad.
Me animo a decir que la tarea será ardua porque varios obstáculos se presentan, de tono diverso pero con claro impacto en la práctica bioética. Sin pretensión de exhaustividad señalo por una parte, el rasgo eugenésico que atraviesa el pensamiento occidental desde sus comienzos griegos, tal como lo señala Antonio Negri en su artículo “El monstruo político. Vida Desnuda y potencia”. [11] Vocación eugenésica presente en la metafísica que supone un orden jerárquico del ser, un universal que descalifica y excluye en su pretensión legitimadora. Por la otra, encontramos intentos concretos de “normatizar” y “normalizar” los Comités de Ética, tal como se lee en La Resolución Nº 0962 del Ministerio de Salud del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires del 17 de marzo de 2009.[12]
Normalizar supone haber definido una norma, un parámetro y criterio de normalidad. Cabe preguntar entonces ¿quién o quiénes han establecido la norma? ¿En función de qué objetivos? ¿A través de qué mecanismos o procedimientos se ha definido lo normal? ¿Dónde se consignan los parámetros de normalidad para los Comités? Estas son las preguntas que todos, como ciudadanos, debemos formular. Porque una ética normalizada no es ética, en tanto pierde su potencial crítico y transformador. En todo caso se trata de una bioética injusta, violenta y sobre todo pensada a la medida del “status quo” social.
Para terminar, las palabras de Zigmunt Bauman: “Racinalidad, eficiencia y un profundo sentido de la burocracia son los pilares que necesita el genocidio moderno para poder existir”.
Bibliografía
Foucault, M. El orden del discurso, Barcelona, Tusquets, 1982, págs. 34 y ss.
Foucault, M. La verdad y las formas jurídicas, Barcelona, Gedisa, 1995, Primera Conferencia.
Foucault, M. Defender la sociedad. Curso en el Collège de France (1975-1976), Buenos Aires, FCE, 1978.
Kuhn, Thomas La estructura de las revoluciones científicas, México, FCE, 1991.
Negri, A. “El monstruo político. Vida desnuda y potencia”. En: Giorgi, G. y Rodríguez, F. (Comps.) Ensayos sobre biopolítica, Bs. As., Paidós, 2007, pp. 93 y ss.
Nietzsche, F. La genealogía de la moral, Madrid, Alianza, 1983.
Popper, K. La sociedad abierta y sus enemigos, Bs. As., Paidós, 1997.
Rivera, S. y Gutiérrez, I. “Perspectivas epistemológicas: tradiciones y proyecciones”, ficha de cátedra, 2012.
Wittgenstein, L. Investigaciones Filosóficas, Barcelona, Cátedra, 1988.
[2] Cfr. Rivera, S. y Gutiérrez, I. “Perspectivas epistemológicas: tradiciones y proyecciones”, ficha de cátedra, 2012.
[3] Cfr. Foucault, M. El orden del discurso, Bs. As., Tusquest, 1992.
[4] “Pragmatismo” hace referencia aquí a un tipo de abordaje centrado en las prácticas y por lo tanto refiere directamente a praxis. Esto permite diferenciarlo de la tradición del pragmatismo americano, que se define a partir de lo “práctico”, es decir que refiere a pragmata. Cf. Mouffe, Ch. (Comp.)Deconstrucción y pragmatismo, Paidós, Buenos Aires 1998
[5] En el caso de los derechos humanos, queda claro que el potencial emancipador que manifestaron en los países latinoamericanos en los años 70 y 80 del pasado siglo y frente a dictaduras de Estado, se ve disminuido por la apropiación de la retórica de los derechos humanos por parte de organización multinacionales burocráticas, elististas, jerárquicas, tales como la OEA, la UNESCO y la OPS entre otras. Crf. De Sousa Santos, B. “Hacia una concepción multicultural de los derechos humanos”. En: El otro derecho, Número 28. Julio de 2002. ILSA, Bogotá D.C, Colombia.
[6] Cfr. Wittgenstein, L. Investigaciones Filosóficas, Barcelona, Cátedra, 1988.
[7] Recuerdo el caso de un niño guaraní internado en el Hospital Gutiérrez con patología cardíaca y negativa de sus padres a una intervención correctiva alegando para tal negativa motivo de corte religioso.
[8] Porque aquello de lo que se diferencia la “Bioética Latinoamericana” no es en todo caso la “Bioética anglosajona” por ejemplo, o “Bioética liberal” o “Bioética liberal” sino “Bioética” a secas.
[9] Cfr. Sousa Santos, B. Una epistemología del sur, México, Siglo XXI y CLACSO, 2009, p. 169
[10] Cf. De Sousa Santos, Epistemología del Sur, p. 117.
[11] Negri, A. “El monstruo político. Vida desnuda y potencia”. En: Giorgi, G. y Rodríguez, F. (Comps.) Ensayos sobre biopolítica, Bs. As., Paidós, 2007, pp. 93 y ss.
[12] Resolución Nº 0962 del Ministerio de Salud del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires del 17 de marzo de 2009.